No me refiero a BRUCE SPRINGSTEEN, que
tampoco me cae muy bien. Parece sacado de una caja de cereales y lo montaron
los de Hasbro para hacernos creer que
América es así.
No. Escribo de un jefe que tuve, un
judío. No soy antisemita; aun me echaron una vez de una casa porque los
defendí, creían que yo era judío (así que sé qué se siente cuando te rechazan
por cuestión religiosa y racial). Pero este tío hacía que toda la infame e
infecta propaganda nazi/neonazi que por ahí pulula se quedara corta. Parecía haberse
leído toda esa basura y ¡hala!, a multiplicarla.
Era ruin, miserable, artero, mezquino y
avariento, pero no a la forma como puede serlo cualquier otro, que a estos ‘elogios’
no escapa nadie. Qué va. Sabía qué cuerdas pulsar para justificar la leyenda
urbana negra sobre los israelitas y hacerte decir disparates racistas que ni
pensabas pudieras albergar.
Anda por ahí, dignísimo él. De entrada,
parece un señor muy formal y cabal que lo tiene todo controlado. Hasta que abre
la boca. Asistí con él a una reunión de empresa y a los dos minutos los
clientes a los que debía ofrecer sus servicios de organización esperaban de mí,
empleado provisional, que les aclarase las dudas planteadas.
Lo habían puenteado totalmente. El judío,
en su rencorosa mezquindad, no lo olvidó y me despidió a la primera ocasión que
tuvo.
Vuestro Scriptor.
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