Su porcuno rostro, socarrado por las flamas
de la envidia y los celos, era un blanco ideal, aun enloquecedor, para
hincarle, sin parar, un punzón. En especial en los ojos. En ellos centelleaban las rencorosas luces del interior de su alma, destellos
que admitían su imposibilidad de estar a la altura. Y, por tanto, debía
destruir DESTRUIR como fuese la obra que tanto odiaba, doloroso espejo que recordaba su incapacidad. Por lo menos, creía ofuscado, estarían a la par: yo,
nada, tú tampoco.
Esa deliberada maldad, fruto de su
pequeñez, desnudaba ante todos su pútrido espíritu, la verdadera naturaleza de su
persona. Por fin le veían tal cual era, mezquino, arrogante, vacío presuntuoso,
depósito de bajas pasiones sin ninguna virtud, tan débil de carácter (nulo, en
realidad) que sólo haciendo daño podía sentirse sosegado.
—Un microcuento (muy en boga, últimamente) estilo noir para el fin de semana.
Entre tanto, ¡Terhli tiene problemas!
Vuestro Scriptor.
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